30/6/08

Primer sistema operativo

Sin estridencias, sencillo, pocas palabras, genial la interpretación, sublime en su desarrollo,algo necesario en estos tiempos ruidosos. Observa y sonrie.

26/6/08

Buen año de melones.

Cuando iba a la escuela había un maestro, una especie de ogro con diez dioptrías en cada ojo, que tenía por costumbre darnos collejas sin venir a cuento mientras decía: “hogaño, buen año de melones”. El hombre entendía de melones, eso está fuera de toda duda, pero no lo bastante para saber que él mismo, con cada colleja repartida sin ton ni son, fue haciéndose acreedor al premio al melón más grande de la mata que año tras año floreció en las hoy desaparecidas escuelas de la calle de Los Clementes.
En los años que estuvimos a su cargo fuimos la comunidad más comulgada del mundo. Nunca nos fuimos a casa con menos de seis hostias en el cuerpo, todavía recuerdo (seguro que no soy el único) la enorme mano con la que nos las administraba.
Aquel maestro y otros que nos tocaron en suerte, se aplicaron en la noble y ardua tarea de enseñarnos a leer y hacernos amar la lectura. Cuando ya leíamos con cierta soltura nos dijeron que había que leer El Quijote. Pero a pesar de su buena intención y salvo honrosas excepciones, lograron el efecto contrario al deseado porque no se puede obligar a leer poniendo el acial. Si se recurre a estas prácticas lo único que se consigue es que se asocie la lectura con el palo y eso hace que se aborrezca para siempre el acto de abrir un libro. El Quijote, presentado como libro de obligada lectura sonaba a tostón, a dolor de cabeza, a trabajo de chinos y a aburrimiento atroz. Quizás deberían haber dejado a un lado la vara y otros recursos de gañanes que, si bien resultaban eficaces para las caballerías, no servían para nosotros que, dicho sea de paso, éramos mucho más tercos. Cuando todo falla hay que echar mano de la imaginación. Quizás, apelando a nuestro espíritu de llevar la contraria a todo, podrían habernos dicho: “este libro no es para vosotros, que aún estáis más verdes que la ova” o “no se os ocurra leerlo porque no está escrito para gente vulgar sino para aventureros y soñadores”. A lo mejor presentándolo de esa manera nos habría picado la curiosidad y el amor propio y nos hubiéramos lanzado con todas nuestras fuerzas a vivir la gran aventura de leerlo, a descubrir el inmenso tesoro que contiene, la inmensa sabiduría que encierran esas palabras que van levantándose del papel al paso de nuestros ojos y saltando a nuestra mollera para iluminarla. Recorrer sus páginas es sencillamente emprender el viaje más alucinante que imaginarse pueda (el que va al interior de uno mismo) sin sacar las piernas de debajo de las faldas de la mesa camilla, sin necesidad de atravesar océanos, ríos, selvas ni desiertos, sin subir a las más altas montañas ni bajar a los más negros abismos.
No quiero dar la tabarra con el rollo ese de que hay que leer. Es algo tan evidente, tan innecesario de recordar como que hay que quitarse las legañas que nos grapan los párpados por la mañana cuando nos levantamos o que hay que ponernos el zapato derecho en el pie derecho. Pero habiendo nacido y vivido en los escenarios en los que transcurre el libro de los libros es casi un crimen no haberlo leído, no digo releerlo una vez al año como hace el escritor mexicano Carlos Fuentes, sino leerlo al menos una vez en la vida y así disfrutar de la incalculable herencia que Cervantes tuvo a bien legarnos.
De la misma manera que es casi un delito, siendo manchegos y viviendo en la mayor extensión de viñedos del planeta, un auténtico mar salpicado de un archipiélago de pueblos, no probar el vino o menospreciarlo como se menosprecia todo lo que tenemos tan a mano y en abundancia. Al vino como al Quijote hay que acercarse con humildad, con todos los sentidos abiertos, sin prejuicios ni complejos, sin dar nada por sabido, sin comerlo con la vista porque, al igual que el libro, nos sobrepasa a todos. Quizás no haya nadie con la suficiente sensibilidad para apreciarlos a los dos en toda su compleja totalidad. Pero todo se aprende, o casi todo, lo que hace falta es voluntad. A los de mi generación, cada vez que se nos ocurría empinar la bota o llevarnos un vaso de vino a los labios nos decían lo mismo: “a ver si te vas a chispar”. Como si el vino y la “chispa” fueran lo mismo y tuvieran que estar forzosamente unidos como el zumbido al moscardón. Cuando lo suyo es que desde bien jóvenes (al asomar la primera sombra de bigote) nos hubieran enseñado a apreciarlo, a saborearlo, a diferenciar las variedades de uva, a captar los pequeños matices que diferencian cada vino, porque no hay dos vinos iguales como no hay dos personas iguales; también a conocer con detalle todos los pasos de su elaboración, a saber, en suma, todo lo que hay que saber, que es mucho, de un cultivo que ha sido y es el trabajo y la vida de muchas generaciones de fadriqueños. Si lo hubieran hecho así, pocos se habrían emborrachado, porque la borrachera, la accidental, no la buscada a conciencia, que ese es otro cantar, muchas veces viene por no saber lo que se bebe. Cuando se conoce y se sabe apreciar el vino, no cabe la borrachera porque eso supone echarlo todo a perder. Y de lo que se trata es de disfrutar, de gozar de un tesoro que al igual que El Quijote, tenemos de corbata por el hecho de haber nacido en La Mancha. Habrá quien diga que prefiere la cerveza o la Coca- Cola o las tropecientas bebidas que existen hoy día. Está en su derecho. Pero ninguna de esas bebidas puede competir con el vino, ninguna está tan enraizada en nuestra cultura, ninguna es tan antigua ni nace de la tierra de forma tan natural, ninguna posee la casi infinita riqueza de matices que tiene el vino, ninguna tiene su complejidad, su misterio, ese algo mágico, que tenemos un instante en la punta de la lengua (nunca mejor dicho) y no sabemos explicar porque las palabras siempre se quedan cortas.
No se puede comparar el vino con ninguna bebida. Sería como comparar la novela de Cervantes con las mal llamadas revistas del corazón (deberían llamarse revistas de casquería y ladillas) que también son lectura.
No voy a descubrir aquí ni el vino ni El Quijote, pero, acordándome del maestro aquel diré que ya está bien de tantos buenos años de melones.








Alejandro Tello Peñalva.

6/6/08

La tarde de una perra .Alejandro Tello

La tarde de una perra


Atardecía. Un gigantesco sol rojo como una sandía abierta, enmarcado por un alargado jirón de nube morada que semejaba una enorme ceja, se hundía lentamente en la sierra de Villacañas. Cuando se ocultó del todo y el cuenco del cielo se volvió del color del agua sucia, la “ceja” empezó a desplegarse lentamente hasta convertirse en una especie de pájaro en llamas planeando sobre un resplandeciente mar de lava líquida que se extendía desde Villacañas a Corral.
En la esquina del camino del cementerio con la calle de Cantarranas había una galga gris tumbada en la acera mirando fijamente la espectacular puesta de sol con la cabeza apoyada en el bordillo. A veces apartaba la vista del cielo y se quedaba mirando a los que pasaban delante de ella, caminando ensimismados, envueltos en la luz agonizante, soñolienta e irreal que recortaba sus figuras contra el ocaso como si fueran siluetas de cartulina negra. Con disimulo, la perra les observaba de arriba abajo y se daba cuenta que todos eran diferentes, había mujeres y hombres; unos más altos que otros, o más gordos o más viejos, pero sus miradas eran las mismas miradas de recogimiento que parecían mirar hacia adentro, hacia lo más íntimo y secreto de cada uno. Sin levantar la cabeza del bordillo, la perra les veía alejarse calle abajo y cruzarse con otros paseantes, cada vez más escasos y desperdigados, que solían aparecer a esa hora caminando muy despacio hacia el cementerio, casi parándose para no perderse los últimos rescoldos del horizonte. Pasaban delante de la perra sin reparar en ella, y ésta los seguía con la mirada hasta que sus siluetas se diluían lentamente hasta desaparecer devoradas por las sombras unos metros más allá de la torre de alta tensión donde crecía una higuera que había buscado refugio dentro de la celosía de hierros como una especie de cangrejo ermitaño del reino vegetal. Si se fijaba bien, a algunos todavía conseguía atisbarlos unos metros más allá, frente a la bodega cuyos altos y estrechos depósitos de acero inoxidable apuntaban al cielo como una batería de misiles frente a unas naves de chapa ondulada con ventanas por donde se asomaban dos cintas transportadoras que bajo aquella luz parecían criaturas de otro mundo.
Mientras la perra veía al último paseante fundiéndose en la oscuridad se acordaba de muchos veranos atrás cuando a esas horas el camino del cementerio y las calles del pueblo se llenaban de gente buscando la marea fresca que acompañaba al crepúsculo. Ahora casi nadie paseaba, todo el mundo iba en coche o en moto a toda leche como si tuvieran algo muy importante que hacer, casi de vida o muerte.
Pero lo que más le extrañaba era no ver niños por ningún sitio. Cuando era joven, los alrededores de la laguna del Salobral estaban llenos de niños jugando. Les recordaba cabalgando sobre largas cañas que levantaban una polvareda casi como si fueran caballos de verdad; llevando rifles de caña en bandolera con una cuerda de pita y pistolas de “fistones” dentro de cartucheras hechas por ellos mismos. Otros iban de indios con lanzas de caña, arcos de taray y flechas de junco. Otros, subidos en lo alto de las sarmenteras que había alrededor de la laguna, jugaban a piratas llevando espadas y puñales de madera y otros arreos al cinto por si se terciaba un abordaje. Y desde primeras horas de la tarde, las eras que rodeaban el pueblo bullían de chicos jugando al fútbol que apuraban la tarde hasta que no se veía no sólo el balón y las porterías de cantos apilados, sino casi ni sus propias manos. Otros niños de todas las edades y tamaños recorrían incansables el pueblo montados en bicicletas también de todas las edades y tamaños. Algunas hubieran merecido acabar en un museo. Todos iban armados con el tirachinas y con los bolsillos, además del moquero y algunas pesetillas para polos y pipas, llenos de cantos por si se terciaba disparar a algún bicho o a algún semejante, que lo mismo daba. Más de una vez la perra fue atacada en los alrededores del Salobral por partidas de pistoleros o indios o piratas o ciclistas que esperaban escondidos tras los montones de escombros que iban llevando hasta allí los vecinos sin darse cuenta, ni ellos ni las autoridades, que aquello no era un vertedero y de que de esa forma, y ayudados por la sequía, estaban acabando con uno de los humedales de la región. Sin prisa pero sin pausa se cargaron la laguna convirtiéndola en una charca sin más flora que picachichas, cardos y salicones, ni más fauna que mosquitos para parar siete trenes.
A la perra esas cosas no le extrañaban porque a sus años ya se esperaba cualquier cosa de los humanos. Nunca olvidaría que sus padres murieron ahorcados por su amo después de servirle bien durante años. Su delito fue hacerse mayores y perder la velocidad punta necesaria para cazar liebres.
De un tiempo a esta parte, el pueblo sin niños jugando en la calle era un misterio que le intrigaba hasta el punto de quitarle el sueño. Y empezó a investigar por qué ahora los chicos no hacían algo que habían hecho sus padres, abuelos y tropecientas generaciones anteriores. Y después de mucho asomarse por las ventanas, de entrar en las casas y recorrerlas en busca de niños y después de muchas cavilaciones tumbada en la acera frente a su casa viendo puestas de sol, llegó a la conclusión de que unas extrañas máquinas, unas pantallas con cosas moviéndose dentro les tenían secuestrados en sus casas, Los niños, hipnotizados por el parpadeo de las pantallas y el continuo bullir de monigotes, apretaban botones incesantemente como gallinas hambrientas picoteando en la basura. La perra no sabía lo que hacían pero intuía que los niños de antes eran más felices, más niños, y no estos que parecían oficinistas. Hubiera agradecido que alguno le hiciera caso, aunque fuera para tirarle un canto.
Alejandro Tello Peñalva