26/6/08

Buen año de melones.

Cuando iba a la escuela había un maestro, una especie de ogro con diez dioptrías en cada ojo, que tenía por costumbre darnos collejas sin venir a cuento mientras decía: “hogaño, buen año de melones”. El hombre entendía de melones, eso está fuera de toda duda, pero no lo bastante para saber que él mismo, con cada colleja repartida sin ton ni son, fue haciéndose acreedor al premio al melón más grande de la mata que año tras año floreció en las hoy desaparecidas escuelas de la calle de Los Clementes.
En los años que estuvimos a su cargo fuimos la comunidad más comulgada del mundo. Nunca nos fuimos a casa con menos de seis hostias en el cuerpo, todavía recuerdo (seguro que no soy el único) la enorme mano con la que nos las administraba.
Aquel maestro y otros que nos tocaron en suerte, se aplicaron en la noble y ardua tarea de enseñarnos a leer y hacernos amar la lectura. Cuando ya leíamos con cierta soltura nos dijeron que había que leer El Quijote. Pero a pesar de su buena intención y salvo honrosas excepciones, lograron el efecto contrario al deseado porque no se puede obligar a leer poniendo el acial. Si se recurre a estas prácticas lo único que se consigue es que se asocie la lectura con el palo y eso hace que se aborrezca para siempre el acto de abrir un libro. El Quijote, presentado como libro de obligada lectura sonaba a tostón, a dolor de cabeza, a trabajo de chinos y a aburrimiento atroz. Quizás deberían haber dejado a un lado la vara y otros recursos de gañanes que, si bien resultaban eficaces para las caballerías, no servían para nosotros que, dicho sea de paso, éramos mucho más tercos. Cuando todo falla hay que echar mano de la imaginación. Quizás, apelando a nuestro espíritu de llevar la contraria a todo, podrían habernos dicho: “este libro no es para vosotros, que aún estáis más verdes que la ova” o “no se os ocurra leerlo porque no está escrito para gente vulgar sino para aventureros y soñadores”. A lo mejor presentándolo de esa manera nos habría picado la curiosidad y el amor propio y nos hubiéramos lanzado con todas nuestras fuerzas a vivir la gran aventura de leerlo, a descubrir el inmenso tesoro que contiene, la inmensa sabiduría que encierran esas palabras que van levantándose del papel al paso de nuestros ojos y saltando a nuestra mollera para iluminarla. Recorrer sus páginas es sencillamente emprender el viaje más alucinante que imaginarse pueda (el que va al interior de uno mismo) sin sacar las piernas de debajo de las faldas de la mesa camilla, sin necesidad de atravesar océanos, ríos, selvas ni desiertos, sin subir a las más altas montañas ni bajar a los más negros abismos.
No quiero dar la tabarra con el rollo ese de que hay que leer. Es algo tan evidente, tan innecesario de recordar como que hay que quitarse las legañas que nos grapan los párpados por la mañana cuando nos levantamos o que hay que ponernos el zapato derecho en el pie derecho. Pero habiendo nacido y vivido en los escenarios en los que transcurre el libro de los libros es casi un crimen no haberlo leído, no digo releerlo una vez al año como hace el escritor mexicano Carlos Fuentes, sino leerlo al menos una vez en la vida y así disfrutar de la incalculable herencia que Cervantes tuvo a bien legarnos.
De la misma manera que es casi un delito, siendo manchegos y viviendo en la mayor extensión de viñedos del planeta, un auténtico mar salpicado de un archipiélago de pueblos, no probar el vino o menospreciarlo como se menosprecia todo lo que tenemos tan a mano y en abundancia. Al vino como al Quijote hay que acercarse con humildad, con todos los sentidos abiertos, sin prejuicios ni complejos, sin dar nada por sabido, sin comerlo con la vista porque, al igual que el libro, nos sobrepasa a todos. Quizás no haya nadie con la suficiente sensibilidad para apreciarlos a los dos en toda su compleja totalidad. Pero todo se aprende, o casi todo, lo que hace falta es voluntad. A los de mi generación, cada vez que se nos ocurría empinar la bota o llevarnos un vaso de vino a los labios nos decían lo mismo: “a ver si te vas a chispar”. Como si el vino y la “chispa” fueran lo mismo y tuvieran que estar forzosamente unidos como el zumbido al moscardón. Cuando lo suyo es que desde bien jóvenes (al asomar la primera sombra de bigote) nos hubieran enseñado a apreciarlo, a saborearlo, a diferenciar las variedades de uva, a captar los pequeños matices que diferencian cada vino, porque no hay dos vinos iguales como no hay dos personas iguales; también a conocer con detalle todos los pasos de su elaboración, a saber, en suma, todo lo que hay que saber, que es mucho, de un cultivo que ha sido y es el trabajo y la vida de muchas generaciones de fadriqueños. Si lo hubieran hecho así, pocos se habrían emborrachado, porque la borrachera, la accidental, no la buscada a conciencia, que ese es otro cantar, muchas veces viene por no saber lo que se bebe. Cuando se conoce y se sabe apreciar el vino, no cabe la borrachera porque eso supone echarlo todo a perder. Y de lo que se trata es de disfrutar, de gozar de un tesoro que al igual que El Quijote, tenemos de corbata por el hecho de haber nacido en La Mancha. Habrá quien diga que prefiere la cerveza o la Coca- Cola o las tropecientas bebidas que existen hoy día. Está en su derecho. Pero ninguna de esas bebidas puede competir con el vino, ninguna está tan enraizada en nuestra cultura, ninguna es tan antigua ni nace de la tierra de forma tan natural, ninguna posee la casi infinita riqueza de matices que tiene el vino, ninguna tiene su complejidad, su misterio, ese algo mágico, que tenemos un instante en la punta de la lengua (nunca mejor dicho) y no sabemos explicar porque las palabras siempre se quedan cortas.
No se puede comparar el vino con ninguna bebida. Sería como comparar la novela de Cervantes con las mal llamadas revistas del corazón (deberían llamarse revistas de casquería y ladillas) que también son lectura.
No voy a descubrir aquí ni el vino ni El Quijote, pero, acordándome del maestro aquel diré que ya está bien de tantos buenos años de melones.








Alejandro Tello Peñalva.

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