6/6/08

La tarde de una perra .Alejandro Tello

La tarde de una perra


Atardecía. Un gigantesco sol rojo como una sandía abierta, enmarcado por un alargado jirón de nube morada que semejaba una enorme ceja, se hundía lentamente en la sierra de Villacañas. Cuando se ocultó del todo y el cuenco del cielo se volvió del color del agua sucia, la “ceja” empezó a desplegarse lentamente hasta convertirse en una especie de pájaro en llamas planeando sobre un resplandeciente mar de lava líquida que se extendía desde Villacañas a Corral.
En la esquina del camino del cementerio con la calle de Cantarranas había una galga gris tumbada en la acera mirando fijamente la espectacular puesta de sol con la cabeza apoyada en el bordillo. A veces apartaba la vista del cielo y se quedaba mirando a los que pasaban delante de ella, caminando ensimismados, envueltos en la luz agonizante, soñolienta e irreal que recortaba sus figuras contra el ocaso como si fueran siluetas de cartulina negra. Con disimulo, la perra les observaba de arriba abajo y se daba cuenta que todos eran diferentes, había mujeres y hombres; unos más altos que otros, o más gordos o más viejos, pero sus miradas eran las mismas miradas de recogimiento que parecían mirar hacia adentro, hacia lo más íntimo y secreto de cada uno. Sin levantar la cabeza del bordillo, la perra les veía alejarse calle abajo y cruzarse con otros paseantes, cada vez más escasos y desperdigados, que solían aparecer a esa hora caminando muy despacio hacia el cementerio, casi parándose para no perderse los últimos rescoldos del horizonte. Pasaban delante de la perra sin reparar en ella, y ésta los seguía con la mirada hasta que sus siluetas se diluían lentamente hasta desaparecer devoradas por las sombras unos metros más allá de la torre de alta tensión donde crecía una higuera que había buscado refugio dentro de la celosía de hierros como una especie de cangrejo ermitaño del reino vegetal. Si se fijaba bien, a algunos todavía conseguía atisbarlos unos metros más allá, frente a la bodega cuyos altos y estrechos depósitos de acero inoxidable apuntaban al cielo como una batería de misiles frente a unas naves de chapa ondulada con ventanas por donde se asomaban dos cintas transportadoras que bajo aquella luz parecían criaturas de otro mundo.
Mientras la perra veía al último paseante fundiéndose en la oscuridad se acordaba de muchos veranos atrás cuando a esas horas el camino del cementerio y las calles del pueblo se llenaban de gente buscando la marea fresca que acompañaba al crepúsculo. Ahora casi nadie paseaba, todo el mundo iba en coche o en moto a toda leche como si tuvieran algo muy importante que hacer, casi de vida o muerte.
Pero lo que más le extrañaba era no ver niños por ningún sitio. Cuando era joven, los alrededores de la laguna del Salobral estaban llenos de niños jugando. Les recordaba cabalgando sobre largas cañas que levantaban una polvareda casi como si fueran caballos de verdad; llevando rifles de caña en bandolera con una cuerda de pita y pistolas de “fistones” dentro de cartucheras hechas por ellos mismos. Otros iban de indios con lanzas de caña, arcos de taray y flechas de junco. Otros, subidos en lo alto de las sarmenteras que había alrededor de la laguna, jugaban a piratas llevando espadas y puñales de madera y otros arreos al cinto por si se terciaba un abordaje. Y desde primeras horas de la tarde, las eras que rodeaban el pueblo bullían de chicos jugando al fútbol que apuraban la tarde hasta que no se veía no sólo el balón y las porterías de cantos apilados, sino casi ni sus propias manos. Otros niños de todas las edades y tamaños recorrían incansables el pueblo montados en bicicletas también de todas las edades y tamaños. Algunas hubieran merecido acabar en un museo. Todos iban armados con el tirachinas y con los bolsillos, además del moquero y algunas pesetillas para polos y pipas, llenos de cantos por si se terciaba disparar a algún bicho o a algún semejante, que lo mismo daba. Más de una vez la perra fue atacada en los alrededores del Salobral por partidas de pistoleros o indios o piratas o ciclistas que esperaban escondidos tras los montones de escombros que iban llevando hasta allí los vecinos sin darse cuenta, ni ellos ni las autoridades, que aquello no era un vertedero y de que de esa forma, y ayudados por la sequía, estaban acabando con uno de los humedales de la región. Sin prisa pero sin pausa se cargaron la laguna convirtiéndola en una charca sin más flora que picachichas, cardos y salicones, ni más fauna que mosquitos para parar siete trenes.
A la perra esas cosas no le extrañaban porque a sus años ya se esperaba cualquier cosa de los humanos. Nunca olvidaría que sus padres murieron ahorcados por su amo después de servirle bien durante años. Su delito fue hacerse mayores y perder la velocidad punta necesaria para cazar liebres.
De un tiempo a esta parte, el pueblo sin niños jugando en la calle era un misterio que le intrigaba hasta el punto de quitarle el sueño. Y empezó a investigar por qué ahora los chicos no hacían algo que habían hecho sus padres, abuelos y tropecientas generaciones anteriores. Y después de mucho asomarse por las ventanas, de entrar en las casas y recorrerlas en busca de niños y después de muchas cavilaciones tumbada en la acera frente a su casa viendo puestas de sol, llegó a la conclusión de que unas extrañas máquinas, unas pantallas con cosas moviéndose dentro les tenían secuestrados en sus casas, Los niños, hipnotizados por el parpadeo de las pantallas y el continuo bullir de monigotes, apretaban botones incesantemente como gallinas hambrientas picoteando en la basura. La perra no sabía lo que hacían pero intuía que los niños de antes eran más felices, más niños, y no estos que parecían oficinistas. Hubiera agradecido que alguno le hiciera caso, aunque fuera para tirarle un canto.
Alejandro Tello Peñalva

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